jueves, 5 de julio de 2007

El banco de madera

_ “Reduce, reduce, que esta curva es muy cerrada” _ dice uno de mis guías oído adentro.

_ “Ahora acelera, que te quedas corto” _ ordena otro detrás del cuello y hago un giro a velocidad inadecuada dejando poco margen entre el arcén y el precipicio.

_ “No sigas conduciendo, estás muy cansado”_ suena la primera voz.

_ Aún quedan tres clientes y la tarde va cayendo_ replico en voz alta.

_ “Nos da igual, busca un sitio, bebe agua y toma el fresco”

Otra curva, protestan los amortiguadores y estabilizo como puedo.

La fatiga es mi enemiga. Ladina, serpenteante, huidiza, asechante, espera pacientemente la caída de las fuerzas para descolocar mi vida al volante.

De pronto se abre un claro a la derecha y corto bruscamente en esa dirección, sorteo un par de baches, giro para ponerme contra el sol y detengo el vehículo. Desde el azul de su pantalla el GPS busca afanosamente una corrección de la ruta y de paso me recuerda que estoy a más de 1700 metros sobre el mar. Bajo la ventanilla y toco el aire. Besa la piel una brisa fría y saludable con olores a bosque y piedra milenaria.

Un todo terreno de la guardia civil se acerca y pregunta si estoy bien, portan chalecos antibalas y me dejan en paz al ver mi uniforme y el aspecto tan poco etarra que tengo.

Vuelvo a estar solo. Por esta carretera pirenaica a penas pasan coches así que las aves y los bichos del monte cruzan las vías con un desparpajo tal que dejan claro quien ha vivido desde siempre por esos lares desde el inicio de los tiempos.

Echo a andar por el lomo de una colina que da a un valle pequeño salpicado de rocas enormes y pulidas abandonadas por los hielos después de la última glaciación. No hay nubes y el viento arrecia por momentos haciendo sacar la piel de gallina que escondemos dentro. Froto los brazos y casi tengo que hacerlo en los ojos cuando descubro un pequeño y sólido banco que alguien fabricó y clavó en el duro suelo de la elevación. No hay otro, por más que miro y busco a mi alrededor solo hay un banco.

_ Esto es una broma ¿o qué?_ pregunto a los guías.

Escucho risas cráneo adentro. _ “Siéntate” _ dice la voz uno. _ “Ponte cómodo” _ dice la dos. _ “Toma posesión desde este trono de toda la belleza del paisaje” _ dice la voz número tres.

Y me siento. Es agradable al tacto de su ocre madera. Y de veras que la vista, espectacular.

Con el sol a la espalda mi sombra adquiere un tamaño gigantesco.

Comienzo a ganarle la partida a la fatiga, destapo la pequeña botella de agua que porto y dejo caer un chorro en el centro de la cabeza. Se expande el líquido por el cuello y moja la camisa. Cuando se enfría estoy más despejado que al amanecer.

Un escarabajo choca con una de las botas, se detiene intentando comprender que hace sobre su senda habitual ese extraño objeto, así que levanto las piernas y le dejo seguir. Por un instante creí escuchar “Gracias” en un idioma perdido y olvidado.

El sol bosteza y baja un par de grados, la sombra se alarga y es hora de seguir. Pero me quedaría hasta la noche para ver la vía láctea, a Marte desde su naranja agrario y a Saturno brillando de envidia hacia la Osa Mayor que es la reina de la indiferencia, si no que le pregunten a los náufragos. Vuelvo a mi mundo sobre ruedas y doy gracias.

Algo de mi queda allí arriba, en el solitario banco de madera azotado por los vientos de las cumbres, las nieves y la lluvia de verano. Algo se cruza con ellos y entra en el cause de las corrientes. Y doy gracias con la tranquilidad de quien da gracias desde el cuenco del corazón donde vive el Alma.

Para reverenciar al Buda, ofrecemos flores:

Flores hoy lozanas y fragantes que mañana

se marchitan y mueren.

También nuestros cuerpos, como las flores, morirán.

Para reverenciar al Buda, ofrecemos velas.

A Él, que es Luz, le ofrecemos Luz.

Con su gran lámpara encendemos en nosotros una

más pequeña.

La lámpara de la sabiduría que brilla en nuestro corazón.

Para reverenciar al Buda, ofrecemos incienso.

Incienso que impregna el aire con su fragancia.

La fragancia de la vida perfecta, más dulce que el incienso

se extiende en todas direcciones a través del mundo.

Arranco, pongo primera y ya no existo. Soy un punto blanco bajando la ladera oeste del macizo mientras la ciudad que es mi destino comienza a mostrar las emplumadas puntas de sus campanarios en la lejanía teñida de nieblas mansas donde anidan las cigüeñas.

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