sábado, 28 de agosto de 2010

Te extraño

Cierro los ojos y dejo entrar piel a dentro la voz de la cantante británica Norma Winstone en una versión en ingles de “Te extraño” del mexicano Armando Manzanero acompañada por un pianista y un músico de clarinete barítono. Esta criatura posee la gravedad y el misterio de las canciones de antaño que, interpretada en su idioma natal, desnuda con desgarros mensajes encerrados en la suave pero cruda melodía de la obra de Manzanero mientras libera siluetas disueltas en el gris de los recuerdos bajo humos de agotados cigarros en ceniceros de garito viejo y piano de cola, copa en mano y clarinete nostálgico de una ciudad que tal vez existe o existió en algún sitio, muy lejos de rutas y mapas, entre el corazón y mi alma. No hay prisa por llegar a ningún lado, por eso desgrana la canción en acordes que apoyan el hilo central sin atropellar el final de una nota intencionadamente alargada en suspendidos armónicos cual fuente que se derrama en sutil marea sobre el atento oído acoplado al sortilegio de la magia revelada. Y a medida que la emoción se expande en la complicidad de la madera del viento que solo entra para cerrar, con aliento de barítono doblegado por dedos sabios de clarinete rendido a tanto arte, las teclas del pianista buscan precisamente las octavas dejando distancias que esta extraordinaria mujer llena con la tensa paz de su garganta. Al otro lado de mi frente, como visto desde otra orilla, una luz se enciende con chispas de proyector de añejo cine. Sobre el sucio telón de las cosas imprecisas, comienza el vacuo desfile de temas inconexos hasta que la matriarca que manda allí dentro escoge y edita motivos sacados del oscuro almacén de los olvidos poniéndolos sin orden aparente , como detenidos en rueda de reconocimiento, bajo la atenta mirada de mis pupilas interiores. Allí está mi madre, de perfil, leyendo un clásico junto a la ventana donde el mar se hace brisa y la luz más pródiga. Mi hermano vuelve del colegio y bebe agua fría con nervio de ahogado bajo el calor de la tarde. Mi perra sale a la calle buscando los pasos de papa atravesando el parque rumbo a casa. Y yo intento encontrarle sentido a las nubes que vienen del norte donde abuela y mis tías son como seres que habitan otro planeta, más allá del barrio, La Habana y Cuba. Norma Winstone entra en la mitad de la pieza con la sutil impresión de otra profunda intensidad. Hay más fondo en la interpretación, más lleno en los breves cierres y los medidos silencios. Hay más duende en la brevedad de la palabra cantada, saboreada, colgada. Expuesta a los sentimientos. Palabra cantada que no juzga. Sólo muestra y cuenta una historia humana, tuya, mía, de aquel, del otro…una de tantas. Y por un par de minutos entro en la tierra del No Tiempo. Mi adolescencia reencarna en la textura de colores y sabores vueltos a tomar. Las calles son ahora de piedra y cemento. Árboles con sombra invitan al reposo en los bancos de la avenida. La bahía es de aceite y petróleo pero los bajeles, quietos al abrigo del muelle, reflejan pulso vital en temblor de motores y niebla de chimeneas delatando orígenes de bestias mitológicas a la sombra de mástiles y grúas en reposo. Erguido a la entrada, el faro trae el andar ciclópeo del vigía tutelar que abre y cierra la puerta de quien marcha y quien regresa. En cada giro ahuyenta penas y naufragios junto a bienvenidas cargadas de mensajes promisorios dedicados a la Virgen de Regla. Y la ciudad, que tal vez existe o existió en algún sitio entre el corazón y mi alma, se transforma en pecho de mujer bajo el malva sedoso de la noche anunciada sobre el vuelo de las gaviotas retornando del mar. Pero la canción llega al final y la pantalla queda en penumbras. Sobre el escenario las imágenes regresan a los cajones como quien agota un permiso de salida. La música deja en las paredes rastros de luz que se encharcan hasta la escalera e iluminan el techo de la habitación en esta noche de verano a miles de kilómetros de mis recuerdos. Y cierro los ojos para quedarme con el sabor de lo bebido. La música es un billete que no precisa pasaporte para llevarme a lugares más allá de las fronteras inventadas. Las propias y las otras. Las que me hacen libre y prisionero. Las que cruzo a pie, como se hacía antes. Con el paso inquieto de quien se sabe camino de otros manantiales.

jueves, 19 de agosto de 2010

¿Por qué me juzgas?

Tenía veinte años y muchas hojas aún en blanco en el libro de la vida. Una novia, unos padres, amigos y parientes. Era un chico con una relación especial con su padre al que consideraba amigo, confidente, mentor y guía en las rutas temblorosas de este mundo. Y sin merma alguna en el equilibrio de amores repartidos en familia, David, que así se llamaba, era lo que se conoce como un hombre bueno que a pesar de su corta edad alejaba intranquilidades enviando a sus progenitores y hermanos mensajes a móviles en el oficio de sobre poner su paz por encima de cualquier otra cosa. Hace un año David murió. O mejor sería decir que, hace un año le dejaron morir en la calle al ser confundido por un yonqui en plena resaca. Y es que hace un año una cardiopatía no descubierta a tiempo le partió el corazón mientras cambiaba algunas piezas de su coche aparcado en una de las calles de un polígono industriar al sur de una pequeña ciudad catalana llamada Granollers. No hay lágrima suficiente en los ojos de Antonio, su padre, cuando se detiene varias veces por semana en el sitio donde su hijo agonizó bajo la indiferente mirada de las personas que llenaban el súper mercado de enfrente, los mismos que le vieron y no hicieron nada. No pidieron ayuda. No se acercaron a ver qué pasaba aunque entre él y ellos no sumaban ni sesenta metros de distancia. Al final, alguien con vocación de ángel marcó el 061 y poco después llegó una ambulancia envuelta en destellos y sirenas para certificar su fallecimiento ante un mercado, en el bordillo de la acera, bajo un joven árbol ornamental sembrado sin mucho cariño por la municipalidad y rodeado de curiosos a los que la muerte no deja de ser una extraña forma de espectáculo callejero. ¿Por qué somos así? ¿Cuándo nos convirtieron en jueces de los otros según su apariencia? Todo comienza y termina en la educación. Nos educaron en el miedo. Miedo a lo distinto y diferente, al extraño que dejaría de serlo si le conociéramos, al aspecto superficial de las cosas. Ya hubo casos de personas en trance de agonía en sitios como el Metro. Murieron sin asistencia porque sus coetáneos interpretaron mal las señales y no ofrecieron la pronta ayuda. La historia siempre se repite. En los pasos fronterizos, en la zona gris de las aduanas, siempre hay un tipo analizando tu aspecto. En las entrevistas de trabajo, las audiciones, intento quitarme el estigma de músico-caribeño-sabrosón. El tópico de cada día, siempre listo a ser el payaso en una parodia de lo que Europa piensa y cree que es Cuba. Lo intento, lo intento siempre y a veces logro el milagro pero a costa de cobrar poco. No es consuelo pero peor lo pasan las cubanas de piel mulata y mega culo cuando intentan que les vean su talento y no sus curvas. Y así nos va en medio del estrecho marco de las circunstancias. No olvido el seguimiento especial que sufrí en un interminable vuelo de Miami a Ámsterdam por parte de la tripulación de KLM tras los atentados a las torres gemelas, yo era el único no rubio, no blanco, no europeo y sentía tanto en las miradas como en el comportamiento de aquellos seres la incomodidad de mi presencia perturbadora. Fui juzgado y sentenciado al repudio por algo que no me atañe. Por mi aspecto, mi piel, mi cara, mi origen. Hay muchas formas de racismo. El racismo tienes muchas caras. Basta que te etiqueten para terminar en el rincón oscuro de las sentencias. Alguna de ellas de muerte. Descansa en Paz David.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Antes de la tormenta

El sueño es una nube atrapada entre los árboles. Estoy despierto, es madrugada y no hay manera de soltar las amarras y descansar. No ocurre siempre pero, hay noches que la bóveda del cráneo se asemeja a un planetario y las ideas y recuerdos brincan y corren como enfermos de un manicomio donde el nombre de su director abre la lista de pacientes bajo tratamiento. Cuando esto pasa, la cama se llena de espinas y ni la acompasada respiración de mi hermosa pareja, corriendo desnuda por paisajes propios y profundos, logra el milagro de quedarme horizontal, como manda la tradición y el buen dormir. Siempre me queda el cielo de la noche, las montañas que dan al norte de donde baja una brisa fresca con olores vegetales y el mar desparramado hacia el sur como animal vivo y misterioso que no cesa de moverse inquieto hasta encontrar la calma en una playa de grandes rocas muchos cientos de kilómetros, tirando recto desde el balcón de casa, en Argelia, donde tal vez otro noctámbulo se fuma un pitillo en aquella orilla imaginando cómo será el vecino español que tiene en frente, más allá del ángel tutelar que extiende velos de algodón sobre la rosa de los vientos. La misma rosa de la que soy hijo. La que gira y gira como peonza. Aspersora, inmensa. Regando gotas de nuestra existencia como abono cósmico en la Tierra. La misma que siento bajo los pies gritando que me quiere. Tengo muchas madres bajo la piel. Muchas abuelas recordándome buenos modales. Mirando mi obra a través del cristal de los espejos. Marcando el tono de los pasos en los pasillos del destino. Desplegando velas invisibles para que cada día burle las brújulas y llegue a puerto antes que la tormenta se desate y barra con todo. Y en noches como esta, ellas encienden la hoguera que ahuyenta bichos y otras alimañas. Y antes del amanecer danzan en honor mío y de mi sangre para conjurar oráculos favorables en nombre del ánima que mueve mi vida. Anónima, discreta, simple, humilde vida. En el nombre del Padre de todas las cosas. Del Hijo que soy. Y el Espíritu que anida dentro. En el ciclo donde estoy. El mismo que abandonaré cuando se toquen las puntas del aro del tiempo. Y me convierta en rayito de luz camino de La Fuente. Me sumo a la danza tomando sus dedos añosos y sabios. Chispas que alcanzan las copas de los árboles del recuerdo. Crujido de ascuas quemando el pasado. Espejismo, solo espejismo. Mi cráneo es un manicomio, lo se, pero ahora todos duermen. Bajo el humo protector. Las montañas del norte. El mar del sur. Y yo. ¿Qué hago despierto?

sábado, 20 de marzo de 2010

domingo, 3 de enero de 2010

2010

Enero abre sus puertas y deja entrar un año vestido de dudas y también buenos augurios. La razón y la pasión pujan desde los marcos para otear la niebla que flota sobre la senda de 2010 recién nacido. Lo que ocurra de ahora en adelante será, en gran medida, resultado de nuestros actos. 2010 puede ser un buen año a pesar de: la crisis, el desempleo, la tarifa de consumo, el terrorismo, hacienda, la gripe, los políticos, el trafico en hora punta, las hamburguesas, la tele basura, el hambre en el mudo, el cambio climático, la delincuencia, los huracanes y un sin fin de otras calamidades. Porque nada puede con la luz que late en los corazones. Ni hay fuerza que apague el resplandor que ilumina la oscuridad de otras cosas. Hemos despertado del sueño del consumo y nuestro espíritu crítico nos ayuda a discernir entre la madeja de estos tiempos donde anida la bondad y el buen hacer humano en un planeta enloquecido. Deseamos que nada nos corrompa, que la fe en las personas no decaiga, que los niños sigan siendo la esperanza de un mañana mejor, que los ancianos no partan sin haber dejado el tesoro de su experiencia en nuestro recuerdo consiente, que las guerras lejanas y cercanas apaguen sus ecos, que la armonía equilibre los hogares bajo el cálido manto del amor incondicional por las grandes y pequeñas cosas. Que al decir “Te quiero” pongamos una piedra más en el puente de la sinceridad, que mirarse a los ojos sin miedo sea parte del día a día y buscar la felicidad no sea una utopía sino un Derecho Humano amparado por el sentido común universal. Deseamos un 2010 mejor que el año 9. Pero sobre todo, que os cuidéis mucho para vivir este ahora que nos ha tocado y, llegado el momento, despedirle con un guiño cómplice y un pañuelo al viento sobre las lozas del anden de los trenes del olvido pues tenemos por delante... ¡toda una vida!