Digamos que se llama Alberto, tiene veintiséis y vuela desde hace año y
medio con nosotros repartiendo leña desde su aparato lo mejor que puede.
Aquella tarde le ví volver de la misión de bombardeo muy apagado y con
el rostro serio, nada comunicativo.
Se fue a un rincón y sacó la cantimplora que contenía no necesariamente agua
sino un líquido más volátil.
_ Hola_ le dije al acercarme_ ¿cómo te fue?
Alberto giró la cabeza y me miró a los ojos, cuando un hombre en la guerra
te mira a los ojos más vale sostenerle la mirada porque aquello de que son
el espejo del alma es cierto y Alberto, en aquel gesto personal y discreto,
abría la suya.
_ Bien…bien, un poco de resistencia pero todo bien_ contestó sabiendo que
aquella era la respuesta oficial.
Yo puse cara de “Se que estás mintiendo, mira que marinero somos y en la mar
estamos”
_ Alberto, ¿qué pasó allá arriba?
El piloto bajó la mirada, alguien que andaba por ahí le toco amigablemente
el hombro y la respuesta fue una sacudida en el cuerpo, luego se
compuso, devolvió el saludo con un breve gesto de mano, un croquis de
sonrisa y regresó al estado anterior.
_ Más bien tendrías que preguntarme ¿qué pasó allá abajo?
Entre cubanos las cosas van como la seda cuando media en el diálogo una
botella de ron, debe ser algo cultural pero esa fuerte bebida es la llave
mágica de las relaciones personales entre naturales de la Isla y en honor a
la verdad, mi cantimplora estaba más llena que la suya porque yo era más
amigo del jefe del almacén que él pero, como las normas militares regulan
mucho el tema alcohólico y a la vez estábamos en el frente y aquí las cosas
no van como en los manuales, para evitar conflictos salimos amigablemente a
caminar sin molestar a nadie y nadie a nosotros.
Todo marchaba bien, los blancos estaban localizados y en teoría la cosa era
llegar, efectuar el ataque, abatir el objetivo uno y
luego, si todo salía bien, el objetivo dos.
Ocurrió al realizar unas maniobras evasivas a baja altura tras el primer
pase. Se está muy ocupado en esos momentos operando los instrumentos de
vuelo y chequeando si los de abajo te lanzan un misil o cualquier cosa , entonces fue que por
el rabillo del ojo les vio. Eran unas figurillas estilizadas con ropas de
colores brillantes que corrían junto a otras muy pequeñas, oscuras y
espantadas.
Miró el plan de vuelo y no cabían dudas, ése era el segundo objetivo, para
colmo empezó a sentir fuego de armas ligeras que confirmaban estar en el
lugar correcto pero, ¿qué hacían aquellas mujeres y niños en la zona? ¿Por qué
no se alejaron?
Alberto asciende hasta la altura recomendada para el ataque, sus músculos
obedecen al entrenamiento, los años de servicio, la disciplina, el rigor y
todas esas cosas que ocurren mecánicamente. Estabiliza la nave y los
instrumentos de a bordo parpadean indicando en su lenguaje fosforescente que
todo está correcto.
Pero Alberto tiene cerebro y sentimientos, un corazón en el centro del pecho
y el inicio de lo peor que le puede suceder a un militar en medio de una
misión combativa, dudar.
Él no está allí para dudar, ni para pensar, solo para obedecer. Él es una
máquina de matar y lo sabía desde el primer minuto que pisó la academia
aérea sabiendo que le entrenarían para aquello pero nunca le prepararon para
reaccionar correctamente cuando en la mira de tiro se perfilan mujeres y
niños. Verdad que están en un área de combate, e incluso es cierto que en
África las mujeres acompañan a sus hombres al frente convirtiéndose estas en
rehenes de las circunstancias y Alberto cree que no es justo que esa gente
muera.
Está atrapado por los cuatro costados, desde lejos el ojo frío del radar del
control aéreo cubano lo observa sin expresión, los instrumentos de la nave
comienzan a ponerse nerviosos porque se acerca al límite de operatividad, el
suelo se agranda en el cristal de la cabina y si no ataca ahora tendrá que
abortar la misión y luego rendir cuentas, hacer informes, soportar dudas
sobre su profesionalidad, se hará constar en su expediente militar que se
acobardó y no apretó el disparador cuando todos ven que está entrando en el
ángulo indicado.
_Pero había mujeres y niños, mujeres y niños_ repetía como si mencionarlos
borrara un poco la culpa que sentía por lo que hizo a continuación.
El disparador es un simple botón de plástico ubicado en el bastón de mando,
no hay que presionar mucho, simplemente se le da y la señal eléctrica viaja
como un rayo a un distribuidor que la reenvía al sistema que activa el
armamento seleccionado y ya está.
A partir de ese instante la principal tarea es salir pitando de allí y ver
por el retrovisor como se levanta un hongo naranja rodeado de oscuros
fragmentos en expansión, a esa hora se suelen liberar emociones, se grita
por la radio, se dicen palabrotas y ofensas al enemigo, el ego se hincha
como un globo y te sientes como un súper macho.
El pulgar de Alberto duda, si lo presiona cruzará el punto de no retorno
porque sabe que abajo hay civiles, que lo que vé son personas y cada segundo de duda a tantos
kilómetros por hora suponen tomar una decisión ya.
Alberto cruza la línea, siente una ligera sacudida y una pequeña ganancia
aerodinámica al desprenderse el armamento que inicia su caída libre en dirección a
ellas.
En aquella misión participamos mucha gente, se trata de trabajo en equipo,
el éxito de una tarea es el triunfo o el fracaso del equipo. Aquellas
personas ya estaban muertas cuando fueron incluidas en el plan de ataque,
pero no lo sabían. Nosotros no sabíamos que había civiles, pero lo
sospechábamos pues conocíamos las costumbres de los habitantes de esas
regiones. ¿Lo sabían los mandos superiores? Sospecho que si ¿Lo sabían los
de inteligencia que procesaron las fotos de los aparatos espías? Creo que
si. ¿Por qué no se comunicó? Pues porque ellos y nosotros éramos piezas desechables. Porque
hay una escala vertical donde las cosas ni se piensan ni se discuten; se
obedecen.
Y fue la parte humana de Alberto y la mía las que quedaron afectadas para
siempre.
_Cuando vuelva a mi casa_ decía_ y vea a mi mujer y a mi hijo, ¿ qué les voy
a contar? ¿Cómo se cuentan estas cosas?
Alberto sobrevivió a la guerra. Hoy vive solo en Miami y se gana la vida de
camionero, tuvo tres matrimonios y tres fracasos, nunca más le dio hijos al
mundo y es un tipo bastante violento.
Uno de los aspectos más duros del estrés postraumático es la culpa que
acompaña a quien sufre el síndrome, culpa por aquello que se hace
directa o indirectamente y, lo que es peor, el dolor que causa el
conocimiento de las consecuencias de nuestros actos sobre los demás.
Esa delgada línea yo también la crucé y el camino hacia la sanación pasa por
el perdón y la aceptación de uno mismo y de aquella persona que un día fui.
Pasa por sentir que me arrepiento profundamente por el daño ocasionado a
seres humanos que nada tenían contra mí y perdono a mis jefes por ser unos
capullos integrales que seguramente tienen toneladas de motivos por los que
igualmente pedir perdón.