miércoles, 24 de octubre de 2007

La Niebla

Ella está allí, soy yo quien sale a su encuentro mientras el sentido común afloja la presión del pedal de aceleración. Al principio es un tenue celaje que reduce la visión y tamiza la luz de la mañana. Luego, poco a poco, una pared color hueso envuelve mi vehículo a la vez que conecto el antiniebla. Veo con dificultad la escandalosa roja del tipo que viaja cien metros por delante. Reduzco y me acomodo en una postura instintiva de alerta relajada mientras miro los espejos y reconfiguro el sentido espacial de mi entorno y la velocidad. Una sombra aparece de pronto y aprieto las pupilas, es un camión enorme y tan sucio que no se le ven las luces anticolisión, así que le dejo atrás con un golpe de volante y se pierde a mis espaldas. Los helados ojos de siete satélites marcan la ruta en el navegador y en su pantalla me adelantan las curvas y las rectas entre las montañas. Frente al parabrisas sólo hay un caldo blanco y el arco de mis focos. La niebla y yo nos conocimos allá por 1974 en un pueblo del sur de La Habana llamado Ceiba del Agua, más o menos por la zona de Caimito Guayabal, en el transcurso de los cuarenta y cinco días al campo que hacían en la secundaria básica. Quedé tan fascinado por el encanto y misterio de la niebla que me convertí en un bicho raro del campamento al comprender que dentro de ella mis sentidos eran obligados a trabajar el doble dándome de regalo residual la certeza de nuevas sensaciones. Luego, al pasar los años, pude reabrir encuentros esporádicos con sus vapores en mis viajes por medio mundo, aunque ninguno como el de las noches de invierno en Lausana, Suiza, cuando salía de madrugada por las calles vacías que rodean la iglesia de Sant Pedro en una de las alturas de la ciudad. Allí me hice amigo de Fifí, una gata gorda, peluda y putísima que venía al banco donde dominaba una hermosa vista hacia el lago Lemán que aún hoy recuerdo con ternura y se agazapaba en el calor de mis piernas mientras jugaba con los ingrávidos copos de nieve. Dos extraños en la noche, dos especies distintas haciéndose compañía y hablando el lenguaje universal de la solidaridad. Aunque siempre sospeché que Fifí tenía un confortable y cálido hogar, agradecí en lo profundo su presencia en mis noches de insomnio y desarraigo en medio de la niebla helvética. Por eso cuando ella se atraviesa en mi camino le hago la visita, apago la radio para “sentirla” y me siento abrazado y acompañado dejando a un lado el temor pero dándole la mano a la prudencia. Unos kilómetros más tarde saltan a mi lado rayos tubulares de un sol que puja por entrar y casi puede. Es como un escenario preparado para una obra esquizofrénica. De esa breve guerra sale victorioso el astro rey. La niebla va cediendo a medida que enfilo por la carretera de Zaragoza dejando Lleida a un costado. Pongo quinta, apago luces, relajo cuerpo y alma, coloco un CD con algo de salsa y me pierdo, discretamente bajo el azul del día que es un niño con la carita rozada y el pelo ensortijado.

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