sábado, 19 de enero de 2008

Los ecos de la tierra

Busco sitio para descansar, lo encuentro en un recodo del Ebro a la sombra de unos cipreses plantados frente a los restos de un muro lleno de años. El cambio de una Berlingo a una kangoo se nota ya que la Citröen es muy espaciosa y de suave andar mientras que esta nerviosa, estrecha y dura Renault pide a gritos un período de adaptación. Estoy a medio camino entre la pequeña comarca de L’Aldea y la coqueta ciudad de Amposta que más que ciudad es un pueblo grande; entre nosotros pasa el Río en su camino al mar. Sentado sobre un tronco dejo vagar la mirada por los olivares de edad indefinida, dicen que pueden vivir más de mil años, si es cierto entonces cuantas cosas contarían. Como esas piedras y caminos que traen los ecos del pasado, del sudor, el amor y los sueños de gente barrida por el tiempo y la memoria. No lejos de aquí, en los primeros minutos del 25 de Julio del 38, más de 80 000 hombre al mando del general republicano Juan Modesto Guilloto cruzaron el Ebro dando inicio a la batalla que lleva el nombre del río. Al amanecer las aguas cambiaron de color. Me pregunto cómo puede morar la muerte en un paisaje tan bello pero fue como fue y lo que pasó, pasó. Aún la lluvia desentierra huesos y fantasmas cuando el cause regresa a su nivel. Respiro hondo y pienso en la extraña esencia de eso que llamamos España, cómo podemos pasar de la ternura a la violencia en un instante y luego seguir tan amigos bajo una bota de vino. Ya lo decían los soldados italianos que peleaban del lado de Franco; los españoles podían estar conversando entre ellos animadamente y dos horas después despellejarse en un cuerpo a cuerpo sobre el lodo de las trincheras que dejaba los pelos de punta. Tal vez parte de la clave esté enterrada muy cerca de aquí, algo más abajo. En el año 209 antes de Cristo, el general romano Publio Cornelio Escisión alias “El africano” ordenó levantar un enorme campamento base en el que situó cuatro legiones compuestas por 25 000 tipos armados hasta los dientes y con un cabreo de madre por la derrota a manos de los cartagineses (que también tenían muy mala leche) en la llamada primera campaña romana de la remota provincia de Hispania que hoy habito hasta que recibieron refuerzos y cargaron contra Cartago Nova sin dejar títere con cabeza y allí estoy yo, dos mil años después tomando el sol de este invierno del 2008. Hoy lo poco que queda está ocupado por la autopista AP-7 y una urbanización alzada a toda prisa pero en la orilla y con paciencia puedes encontrar restos de cerámica y monedas de aquella época. A lo lejos y más allá de las llamas de las refinerías, Tarragona vela el sueño del antiguo imperio en sus museos al aire libre, desde el foro hasta las vías fundadas por Roma sobre las que ruedan coches de alta tecnología. La vida nunca se detiene. Somos espectadores en primera fila del tiempo que nos ha tocado vivir. La tierra es un libro abierto a nuestros ojos. Querer leerlo es otra cosa. Lo que cuenta es épico y sencillo, tremendo y maravilloso. Y nosotros un punto en la tinta de la historia. Vuelvo al coche, arranco y sigo Ebro arriba.

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